Estábamos afuera
de la parcela, nuestro hogar, muy parecida a la de la tía Gladys en El Tabo,
donde pasé gran parte de las vacaciones de mi infancia, con un pelo muy largo y
trenzado, un chaleco tejido por mi abuelita y un pantalón para nada ceñido al
cuerpo. Estaba con Daniela, mi hermana, quien lucía su altura de manera
majestuosa y segura, dejando de lado esa fragilidad que siempre parece
acompañarla. En unos arbustos una familia de desconocidos buscaba algo. El que
parecía ser “el padre” decía que por esos lugares debía estar el “cuaderno de
notas”, era muy importante encontrar ese cuaderno. Todos encorvados buscando,
también yo, cuando de repente, entre aquella desordenada naturaleza de rocas y
arbustos sale un gato gris, con un ojito malo, muy delgado y a maltraer. Yo le
grito “Django, Django!”, pero no me atrevo a acercarme. Daniela lo toma
delicadamente y me lo pasa. Lo aprieto contra mi pecho pensando en qué dirá
Matías cuando lo vea en este estado y diciéndole mientras le lloro encima: “No
sabes cuánto te eché de menos. No sabes”.
Abro los
ojos. Estoy mirando un cojín y mordiendo casi violentamente el plano de
relajación. Mi almohada está llena de lágrimas donde tengo apoyada la cabeza.
No sabes
cuánto te extraño Django. No sabes.